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Cuando la República dijo sí a la abolición de la prostitución

29 enero, 2019

Fuente: http://www.publico.es

1932 fue el año en el que el debate sobre la prostitución llegó al Congreso, con un discurso ejemplar de Clara Campoamor. Hasta 1935 no se aprobaría por decreto el abolicionismo, como una forma de garantizar la igualdad entre hombres y mujeres. Sin embargo, para muchos sectores, fue una resolución poco ambiciosa.

Amparo Poch y Gascón.

Amparo Poch y Gascón, una de las tres fundadoras de Mujeres Libres.

“Queda suprimida la reglamentación de la prostitución, el ejercicio de la cual no se reconoce en España a partir de este Decreto como medio lícito de vida”. Este fue el artículo 1 del decreto del 23 de junio de 1935. Muchas son las personas que hoy día se declaran republicanas pero regulacionistas de la prostitución, cuando justo la República Española fue la que se declaró, por decreto, abolicionista.

Las circunstancias sociales de entonces no son las de ahora, marcadas por la dificultad de controlar las enfermedades venéreas de forma eficaz. Pero, para llegar a la fecha de ese decreto, antes varias mujeres reflexionaron sobre la prostitución, en un marco idéntico al que el propio feminismo desarrolló desde el comienzo de su historia.

Un punto de partida

“La prostitución es para la mujer el más horrible de todos los males”, decía Concepción Arenal en La Mujer del Porvenir, institución a la que también califica como lepra. Se queja del trato que recibían estas mujeres, entre otras cuestiones. “Nunca me conmueve tan tristemente mi ánimo como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse, saben que a nadie inspiran lástima y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral”, matiza en la misma obra.

Emilia Pardo Bazán ya reflexionaba en una conferencia en 1899, que las mujeres se veían arrastradas al “matrimonio, al servicio doméstico, a la mendicidad y a la prostitución”, como únicas salidas posibles. Nadie como ella explicó en cuentos y discursos las violencias contra las mujeres, como se relata en el libro El encaje Roto (Contraseña). Años más tarde, en 1904, Consuelo Álvarez Pool, que firmaba como “Violeta” en la prensa, escribió un texto titulado “Del matrimonio” donde denunciaba la misma situación: “¡Cuántas mujeres se ven en el duro trance, en la cruel alternativa de casarse con el primero que llega… o prostituirse! Entonces la elección no es dudosa: se casan y hasta creen amar a su marido porque en él ven la tabla salvadora a que asirse en el naufragio de su pobreza”.

En 1918, salía publicado el libro La condición social de la mujer en España, de Margarita Nelken, quien se preguntaba de dónde venían las prostitutas y marcaban que las de alta categoría procedían de la clase media cuya educación no se había “preocupado de proporcionarles un medio de vida y que el día que necesitan bastarse a sí mismas se lanzan o caen poco a poco en la prostitución”. Las más pobres, indicaba, venían del campo a la capital y denuncia que caían “fácilmente seducidas por fantásticos espejuelos”. Es aquí donde hace una crítica de clase a aquellos “señoritos” que abusan sexualmente de sus sirvientas y que, con un hijo a su cargo, tenían que buscarse la vida. Pero también lanza críticas hacia la religión.

“España es quizás, hoy día, el único país en donde no se hace nada por impedir que las prostitutas lleguen a su triste condición y en donde al mismo tiempo se quiera corregir la prostitución con castigos, que no otra cosa es la reclusión forzada en un convento”. Y, ante todo, en su discurso dejaba claro que era un problema de Estado. “Dios sabe todavía hasta cuando la prostitución española seguirá siendo una vergüenza, no para las prostitutas, sino para todo el país socialmente culpable y responsable”.

En 1921, una manifestación feminista, encabezada por Carmen de Burgos llega al Congreso. Entregan a su Presidente un documento con la petición de derechos para la mujer, desde el derecho al voto, a la igualdad respecto al hombre en el Código Penal. El artículo 9 de ese documento es tajante: “Que desaparezca, en virtud de una ley, la prostitución reglamentada y que se persiga”.

Camino hacia la abolición: el discurso de Clara Campoamor

Todo este pensamiento se reforzó durante la II República Española. Escobedo remarca en un estudio que el regulacionismo había sido alimentado por la ideología burguesa, para quienes la prostitución era un “mal necesario”. Rivas Arjona señala en una investigación que la lenta penetración del modelo abolicionista se produjo, por un lado, por la tradición regulacionista y por otro, por los beneficios que “determinadas instituciones” recibían. Sin duda, no se hubiese producido sin el marco de la lucha abolicionista desarrollada de Josephine Butler en Inglaterra, que atravesó fronteras de toda Europa y entró en nuestro país a través de los protestantes, los masones y las propias ideas republicanas, según apunta Rivas Arjona. De hecho, la propia República encabeza también una reforma sexual alejada de la religión.

Los diarios de sesiones del Congreso bien reflejan el debate que llevó hacia la abolición de la prostitución. El día 12 de enero de 1932, Rico Avello, de la Agrupación al Servicio de la República, decía a la Cámara que la “prostitución reglamentada es absolutamente incompatible con la dignidad humana” y defendía que no cabía en esta materia otra postura que no fuera la “pura y simple de la teoría abolicionista”. Tres días después, el diputado Carlos Martínez y Martínezexpresó que la abolición debía ir acompañada de una nueva educación, y demandó ofrecer al pueblo “una noción nueva, clara y valiente de qué es la sexualidad”. Además, apuntó la que prostitución estaba asociada a la pobreza y que debía implantarse una “libertad económica que permitirá a la mujer desenvolverse”.

Ese mismo día, Clara Campoamor, diputada del Partido Radical, explicó de forma tajante ante la cámara que “la ley no puede reglamentar un vicio”. Habló sobre la vergüenza de que el Estado perpetúe esta situación, a la que definía de una “quiebra para la ética”. Pero en su discurso, la diputada fue más allá y expuso el contexto de que España estaba representada en la Sociedad de Naciones de Ginebra y que existía una comisión de protección a la mujer y contra la trata para la desaparición de lo que, por entonces, denominaban “trata de blancas”. Sobre ello, Campoamor dejaba claro que “las casas de prostitución reglamentadas, autorizadas por el Estado, percibiendo directa o indirectamente de ellas tributos el Estado-tributos, de una corrupción, de un vicio, son los centros de contratación de la trata de blancas, en donde se pueden albergar fácilmente todas las mujeres, que un vividor, delincuente de oficio, traspasa de ciudad en ciudad y lleva de mercado en mercado”.

El discurso de la diputada continuó con la demanda de que el Estado se declarase de una vez abolicionista. En aquel momento, además, las víctimas de la prostitución eran, en mayoría, mujeres menores. A esa edad les estaba prohibido firmar un contrato o adquirir un préstamo pero “no le rindan protección alguna cuando se trata de la libertad de tratar su cuerpo como una mercancía”, denunciaba la diputada. Para terminar, Campoamor afirma que de permitirse la prostitución, el Estado permitiría un vicio y apuntaba las que, para ella, son las dos consecuencias más graves: “la posibilidad de la degradación de un enorme número de mujeres y la posibilidad de la degradación de un enorme número de hombres, a quienes las leyes les dicen que puedan acercarse a una mujer sin amor, sin simpatía, sin siquiera un gesto cordial de estimación”.

Días más tarde, el 26 de enero, el diputado de Acción Republicana, Sánchez Covisa recuperó el discurso y calificó a la prostitución de un estigma, vergüenza, y un “incumplimiento del precepto constitucional, que hace iguales los dos sexos, puesto que no puede aplicarse a la mujer una ley de excepción”. Meses después, se organizó la ‘Semana abolicionista‘ en un intento de acercar esta postura a la sociedad, donde se contaría con la presencia de Campoamor.

Hasta tres años después, no se declaró el Estado como abolicionista en un decreto del 28 de junio del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión, con la justificación de que el Gobierno quiere sumarse al abolicionismo “que impera desde hace años en los países más avanzados desde el punto de vista sanitario”. Entre sus artículos, además del reconocimiento del principio de igualdad entre el hombre y la mujer, también se prohibía “toda clase de publicidad que de manera más o menos encubierta tendiera a favorecer el comercio sexual”.

Las ‘Mujeres Libres’

No obstante, como puntualiza Escobedo en una de sus investigaciones, surgieron críticas frente a esta aprobación por mantener algunas normas reglamentaristas, como que las autoridades sanitarias vigilar a las prostitutas por la transmisión de enfermedades venéreas. Se esperaba un decreto aún más ambicioso en el sentido abolicionista, aunque la sociedad de la época tampoco dejaba mucho margen de maniobra, junto a todas las reformas que la República estaba realizando.

Mientras aquello ocurría en las paredes del Congreso, Amparo Poch y Gascón, una de las tres fundadoras de Mujeres Libres, escribía en “La Vida sexual de la mujer”, en 1932, cómo la prostitución ponía también en riesgo a las mujeres que vivían con sus parejas. Para ella, la prostitución o el alcoholismo formaban parte de lo que consideraba como “higiene matrimonial”.

La formación feminista anarcosindicalista creó lo liberatorios de prostitución, “no como solución, sino con un fin paliativo”. En ellos se centraban en la investigación y tratamiento médico-psiquiátrica, la curación psicológica y ética, orientación y capacitación profesional, ayuda moral y material en el momento que les fuera necesario, aún después de haberse independizado de los libertarios.

En el número 9 de la revista que editaban estas mujeres, se dedicó un espacio al “problema sexual y la revolución” y lanzaban a sus lectoras la siguiente pregunta: “¿quién puede negar que la esclavitud sexual de la mujer no ha sido en principio y a través de los siglos una consecuencia del problema económico?”. Inciden en que justo la guerra había agudizado el problema económico de la mujer que, sin trabajo, se veía obligada a la prostitución sin otra alternativa. Por ello, intentaba desde aquellas páginas concienciar a los camaradas de que “si de veras queremos la Revolución social, no olvidemos que su principio primero está en la igualdad económica y política, no solo de las clases, sino de los sexos” y que “el problema sexual es una problema económico-político a la vez”, que si no se producía en conjunto con la Revolución, “la dejaría manca, declarando utópicas todas las ansias de liberación de la Humanidad”.

Unos números después, también retoman el tema en la revista y señalan que la reglamentación supone la creación de unos impuestos para el Estado, y que la erradicación de la prostitución va más allá de leyes para adentrarse en la propia mentalidad de la sociedad. Y repiten, sin cesar, que la mujer “ha de ser económicamente libre”. Por eso, detallan que solo la libertad vendrá a través de una “igualdad de salarios, una igualdad de sueldos, una igualdad de acceso a los medios trabajadores de todas clases, (…) porque todas las acciones en favor de la familia, de ese ficticio color hogareño, mantienen a la mujer en su posición de siempre: alejada de la producción y sin derecho alguno”.

En los últimos números de la revista, en septiembre de 1936, señalaban que “la empresa más urgente a realizar en la nueva estructura social es la de suprimir la prostitución. Antes que ocuparnos de la economía o de la enseñanza, desde ahora mismo, en plena lucha antifascista aún tenemos que acabar radicalmente con esta degradación social. No podemos pensar en la producción, en el trabajo, en ninguna clase de justicia, mientras quede en pie la mayor de las esclavitudes: la que incapacita para todo vivir digno”. Para ello querían capacitar a las ex prostitutas para ser mujeres libres y conscientes, ofreciendo ayuda moral y material.

Montseny, ministra de Sanidad y Bienestar Social en 1937, señaló que más allá de ley, la prostitución solo quedaría abolida cuando “las relaciones sexuales se liberalicen, la moral cristiana y burguesa se transforme, las mujeres tengan profesiones y oportunidades sociales de asegurarse el sustento, la sociedad se establezca de forma que nadie quede excluido, cuando la sociedad pueda organizarse para asegurar la vida y los derechos de todos los seres humanos”.

Todas estas intenciones y el espíritu abolicionista de la República, quedaron bajo tierra tras el golpe de Estado y la victoria del franquismo, que regresó al reglamentarismo por decreto el 27 de marzo de 1941. A partir de entonces, la prostitución aumentó, junto al estigma, la criminalización y la persecución de las prostitutas.

El «insolente marimacho»

9 agosto, 2016

Fuente: EL PAÍS SEMANAL

Todos los problemas políticos son, en el fondo, problemas culturales y morales. Y en eso estamos respecto a los crímenes contra las mujeres

 

Las intervenciones más emotivas durante la pasada campaña fueron las sucesivas declaraciones de los líderes para atajar la violencia de género. Es decir, feminicidio, terrorismo doméstico. Todos los problemas políticos son, en el fondo, problemas culturales y morales. Esto lo repetía con mucha intención desde el exilio el gran Max Aub. Y en eso estamos respecto a los crímenes contra las mujeres. En un problema cultural. Y en una forma de “exilio”: la de las mujeres en esta sociedad del riesgo.

Si cuando Ana Pastor planteó en el debate con más audiencia, ante más de nueve millones de personas, el más grave de los problemas, porque afecta al menos a la mitad de la población, mujeres en peligro por el hecho de ser mujeres, la reacción de todos, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría, como sustituta de Rajoy, fue de una esperanzadora y a la vez desesperante vehemencia. Se acabó. Ni una mujer menos. Acabar con este estado de barbarie, con este reloj que cada día marca cientos de agresiones y, cada cuatro días, un asesinato de mujer por ser mujer, un feminicidio.

Podíamos estar medianamente satisfechos con tan emotivas reacciones. Pues no. Yo me quedé asombrado, en estado de estupor, ante algunas de las “sentidas” respuestas.

Como repetía Max Aub desde el exilio, todos los problemas políticos son, en el fondo, problemas culturales y morales

Una de ellas consistió en un llamamiento a las adolescentes para que no se dejasen controlar por sus compañeros o novios. Que no permitiesen que les vigilasen los móviles. Esos mismos labios, oídme, decían, habían justificado la eliminación en la enseñanza de la única asignatura en la que se trataba el problema de la violencia de género y se educaba para afrontarla: la Educación para la Ciudadanía. En vez de educar a niños y jóvenes en la igualdad, y liberarlos de las típicas taras, se les entregó como una concesión particular al sector reaccionario del nacionalcatolicismo.

Todos los candidatos, futuros gobernantes, coincidían en el remedio para una solución real a esa criminalidad endémica: educación, educación, educación. Sí, educación.

Adelante, pues. No esperen ni un segundo para restablecer en toda la enseñanza, pública y privada, lo ahora substraído: el conocimiento de los derechos y deberes de la ciudadanía. También la memoria, es decir, yendo a la raíz y estableciendo las causas de este mal de aire, el maltrato endémico hacia la mujer. Saber de dónde viene esta peste, esta misoginia, esta discriminación y violencia que se pega al presente como una garrapata histórica.

Pero da la impresión de que ante este siniestro total se responde con rituales de duelo y poco más. La desolación no es una consolación.

Recuerdo de niño, en la escuela, que nos llevaron a un acto para celebrar el Día del Árbol. Éramos cientos de estudiantes obligados a permanecer inmóviles durante horas, en la disciplina de las filas. Escuchamos varios discursos sobre la importancia de los árboles. Pero allí no había ningún árbol. No se plantó ni uno. Tal vez los árboles éramos nosotros. Con el sol calentando la cabeza, sentí que me salía una rama de cerezo por la oreja. Aquel día quedé vacunado contra la retórica.

Algo así está ocurriendo con el drama de la violencia machista en España. Mientras se suceden los crímenes, muchos lamentos a las puertas de las instituciones. Pero no se plantan árboles.

Y algo muy importante: el feminismo sigue siendo despreciado o ridiculizado por columnistas émulos de aquel Pascual Santacruz que publicó en La España Moderna (¡madre mía!) un artefacto titulado ‘El siglo de los marimachos’. Advertía del peligro de las mujeres emancipadas, que convertirán a “nuestras bellas compañeras” en unos “seres incatalogables en los casilleros de la zoología”.

A las mujeres díscolas las vilipendiaban como histéricas. Pero lo que late en el trasfondo de esta tragedia española es un histerismo masculino, que no soporta otro destino para la mujer que el del “ángel del hogar”. La mujer libre, como dice el narrador de Memorias de un solterón, de Emilia Pardo Bazán, es el “insolente marimacho”. A la propia Emilia la caracterizaron así muchos de los intelectuales contemporáneos. Unamuno le reconocía su gran talento, en cuanto “masculinismo” y no “feminismo”. Él, como tantos otros, aceptaba el activismo feminista, siempre que no fuera español: “El tipo de la mujer fuerte y libre norteamericana no ha llegado aún a nuestros países”.

–Pero, hombre, ¡vivimos otros tiempos!

Menos de lo que se aparenta. El histerismo masculino sigue campante en muchos gallos de la intelectualidad española.

No son solo las mujeres las que tienen que ser feministas. También los hombres. Y los valores de la sociedad. Será la única forma de acabar con esta tara.

elpaissemanal@elpais.es

Contra la tradición

16 septiembre, 2015

Fuente: EL PAÍS SEMANAL

Kakenya haría unos hijos, cuidaría unas vacas, cultivaría la tierra. Hasta que, por azares, supo que había otras historias, otros sitios.

Kakenya Ntaiya, fundadora del Centro Kakenya.

Ayer me la crucé otra vez en uno de esos lugares donde ahora me la cruzo: los periódicos. Hace diez años, cuando comí con ella en un restorán indio de Pittsburgh, Pennsylvania, hacía frío y Kakenya se refugiaba bajo un gorro de lana, una bufanda. Me contó su historia.

Kakenya Ntaiya había nacido 28 años antes en una aldea masái de Kenya. En Enoosaen nunca hubo agua corriente ni asfalto ni electricidad; su casa, como las demás, era un rancho de adobe, paja, bosta. Kakenya no recuerda haber empezado a trabajar: siempre lo hizo. Era la hija mayor; cuando tenía cinco años sus padres la prometieron en matrimonio a un vecino de seis: es la costumbre masái y todos, en la aldea, hablaban de ellos como marido y mujer; ellos jugaban, cuidaban vacas juntos, se llamaban esposo y esposa. Años después, Kakenya me diría que, por lo menos, ella habría tenido el privilegio de conocer a su futuro marido: que, muchas veces, las chicas de su pueblo lo descubren el día de su boda, a sus 11, 12 años.

Su vida estaba decidida: Kakenya haría unos hijos, cuidaría unas vacas, cultivaría la tierra. Hasta que, por azares, supo que había otras historias, otros sitios. Entonces decidió que lo único que quería era irse a estudiar –a estudiar– a algún país lejano. La historia es larga: le costó años obtener de su padre la promesa de que haría todo lo posible por ayudarla, si, a cambio, ella se “circuncidaba” antes de partir. Entre los masái, la mutilación genital –la ablación del clítoris– es insoslayable: otra forma en que los hombres combaten sus miedos. A sus 15, Kakenya enfrentó la ceremonia:

– Muchas chicas masái esperan el momento con entusiasmo: les han hablado tanto de eso, de que ahí empieza su verdadera vida. Pero nadie nos cuenta qué nos van a hacer: sólo sabemos que va a haber una gran fiesta, que vamos a ser las protagonistas. La fiesta es hermosa, una semana entera de cantos y bailes y banquetes. Hasta que una mañana te llevan al corral de las vacas y ahí una abuela viene y te lo hace, frente a docenas de vecinos. Sientes un dolor horrible pero no puedes llorar: siempre te han dicho que no puedes llorar. Y que tampoco puedes hablar de eso con nadie.

El precio fue –y sigue siendo– insoportable, pero Kakenya consiguió lo que quería: fue la primera muchacha de su pueblo con una beca de estudios para Estados Unidos. Allí vio por primera vez la nieve y vio personas que comían verduras crudas –“como los animales”–; allí encontró mujeres que no pensaban en casarse y que no estaban mutiladas. Allí decidió que dedicaría su vida a tratar de prevenir esa tortura. Amnistía Internacional calcula que hay unos 130 millones de mujeres que la han sufrido, sobre todo en África, y que, cada año, se suman tres millones más.

–Te dicen que es una tradición, que se debe mantener porque viene de siempre. Que tenga tantos años es razón de más para acabarlo cuanto antes.

Kakenya se doctoró en Educación en Pittsburgh, habló, contó su historia, consiguió apoyos varios; al fin creó una fundación para pelear contra la ablación a través de la educación de las jóvenes africanas –Kakenyasdream.com– y se convirtió en la referencia de un problema al que muy pocos se refieren. Algunos, a veces, insisten en la teoría de la relatividad: es su cultura y hay que respetarla. Yo soy de esos tiempos –pasados, futuros– en que suponíamos que ciertos principios no aceptaban términos medios. Y sonrío, triste, cada vez que la encuentro en los diarios: Kakenya Ntaiya se ha convertido en la cara visible de esa lucha y siente, por fin, que su mutilación está sirviendo para algo.

Miles de palestinas se resignan a vivir con polígamos

20 diciembre, 2012

Fuente: diario EL PAÍS
Ana Carbajosa | Hebrón

Una mujer tiene un marido. Un marido tiene hasta cuatro mujeres. Esta es la realidad en algunos hogares del mundo árabe, donde la poligamia es simplemente una opción legal más. En los territorios palestinos, la mayoría de los hombres optan por convivir con una sola mujer, pero la sharia, la ley islámica que rige para el derecho de familia permite casarse hasta con cuatro mujeres. En Hebrón, la mayor ciudad de Cisjordania, los matrimonios polígamos son el 10%.

Para los hombres, la poligamia es una opción que les permite satisfacer sus apetencias a medida que surgen durante su vida. Para muchas de ellas, casarse con un hombre que tiene otras esposas o aceptar que su marido se case de nuevo es solo fruto de la resignación y de la falta de alternativas, en una sociedad que ofrece escasas salidas a las solteras y divorciadas. Las menos, están convencidas de que la poligamia es un sistema que funciona y que tiene la ventaja añadida de que respeta los preceptos islámicos.

En Cisjordania, el debate es intenso y las bromas constantes. Amenazar con casarse con una segunda mujer es un chascarrillo recurrente entre algunos hombres palestinos. Para las mujeres, la broma deja de tener gracia el día que sucede de verdad.

Um Mohamed Abu Zeinab tiene 39 años y todavía no se ha recuperado del disgusto. Un buen día, después de 13 años de matrimonio, la familia de su marido le lanzó la noticia bomba. Su esposo, abogado de profesión, se había vuelto a casar. Cuando el recién casado llegó a casa, dio pocas explicaciones; aquello fueron más bien instrucciones. A partir de ahora, en lugar de vivir en la parte de arriba de la casa familiar, Um Mohamed debía trasladarse al sótano con sus cuatro hijos. El piso de arriba lo ocuparía la nueva esposa. Allí, enterrada en vida, sin luz natural ni ventilación, Um Mohamed se planteó qué podía hacer. Qué alternativas tenía. No podía volver a casa de sus padres, porque viven en Jordania, y allí los niños no tendrían pasaporte ni derecho a escuela pública. ¿Divorciarse? “No. Aquí el divorcio es un estigma para la mujer. Nadie te ayuda. Por eso, por la presión social y por mis hijos, decidí seguir casada”, relata esta mujer, que ahora se gana la vida vendiendo maquillaje y lencería que trae de Jordania.

Luego todo se complicó bastante más y el caso acabó en los tribunales. Um Mohamed, con semblante entristecido y vestida con abaya, la bata islámica tradicional, todavía no entiende por qué su marido decidió casarse con una segunda esposa. “Económicamente y moralmente era incapaz de mantener a las dos familias”. Su relación con la segunda esposa era correcta, pero dice que en realidad, no se fiaba de ella. “No son relaciones sanas”, piensa esta hebronita.

El caso de Um Mohamed es muy extremo por las condiciones a las que su marido la sometió. Pero sus razonamientos e interrogantes son bastante representativos de los dilemas a los que se ven sometidas las mujeres que de repente se ven atrapadas en esta situación. ¿Qué hacer? Es lo primero que se preguntan. Las respuestas dependen en gran medida de las circunstancias económicas y familiares de cada mujer, pero la presión social, como dice Um Mohamed, también juega un importante papel.

Las mujeres que se divorcian, lo tendrán más complicado para volver a casarse, pero además, es muy probable que pierdan la custodia de sus hijos si lo hacen. Divorciarse además, equivale a volver a casa de los padres. Vivir sola es inaceptable en casi toda Cisjordania. Para colmo, es muy frecuente que los padres tiendan a culpar a las hijas en caso de divorcio. “Algo habrás hecho”, “no te has cuidado lo suficiente”… son algunos de los latiguillos obligadas a soportar.

Saida Bader, directora de un orfanato de Hebrón, representa la otra cara de la moneda. Para ella lo de que su marido tenga más de una mujer son todo ventajas. Es la segunda mujer del doctor Maher Bader, un parlamentario del movimiento islamista Hamás, que tiene seis hijos del primer matrimonio. Con Saida, quien además es su prima, ha tenido de momento dos. “Mi marido está feliz con su primera esposa”, arranca. ¿Y por qué se casó con usted? “Porque le gusta cambiar de ambiente, de casa, de amigos, caras nuevas… su primera mujer al principio se enfadó un poco, pero ahora lo ha aceptado porque se ha dado cuenta de que nos puede tratar igual de bien a las dos familias”. El programa es el clásico en estos casos. El parlamentario pasa una noche en casa de Saida y la siguiente en la de la otra mujer. “Mi hijo Ibrahim sabe qué día le toca venir a su padre y amenaza con no dormir si no viene”, dice Saida en su despacho del orfanato.

La directora enumera las que a su juicio son las ventajas del modelo polígamo: “si por ejemplo una de las mujeres cae enferma, la otra puede cubrir las necesidades sexuales del hombre. O si no puede tener hijos. O si sólo puede tener hijas y no varones… Además, algunos hombres tienen un poder sexual increíble y para ellos, una mujer no es suficiente. Por eso, el islam lo soluciona con una segunda mujer, en lugar de que el hombre se vaya a buscar novias por ahí”. Y detalla cuáles son las instrucciones de dios a cumplir en el caso de los matrimonios múltiples. “El marido tiene que ser justo, es decir cubrir las necesidades de las dos familias y la segunda mujer nunca tiene que pedir al marido que se divorcie de la primera. Si el marido desatiende sus obligaciones, quedará paralizado de medio lado”.

Saida presume de mantener una relación “excelente” con la primera esposa de su marido. ¿No tiene celos? Yo de ella no; ella de mí me temo que sí”. Su respuesta delata que incluso en los arreglos familiares mejor avenidos, el margen para la discordia es inevitablemente mayor cuanto más contratos matrimoniales haya por medio.

Todos esos argumentos no acaban de convencer a Inshirah Zeitun, una de las coordinadoras del orfanato, que escucha con atención mientras la jefa habla. “Yo no quiero ofender a dios, pero la realidad es que soy la tercera mujer de mi marido y soy muy infeliz”, confiesa esta mujer de 30 años, vestida con hiyab negro. “A mí lo que me hubiera gustado es tener un marido sólo para mí. Un marido que sólo tenga una casa”. Ella al principio se negó a casarse, cuando supo que el pretendiente en cuestión ya estaba casado dos veces. “Me costó años aceptar, pero insistió tanto…”. Terminó por aceptarlo, pero a su manera. “No me llevo bien con las otras. No quiero si quiera reconocer su existencia”. Su marido, herrero, se casó con Zeitun porque sus otras mujeres no podían tener hijos. Ahora Zeitun, con tres abortos espontáneos anda al borde de la desesperación.

Desde el punto de vista legal, ha habido grandes avances en los últimos tiempos para las palestinas. Hace aproximadamente un año, una nueva interpretación de la ley existente estableció que un palestino no puede casarse por segunda vez hasta que la primera mujer no haya sido informada. El presidente del tribunal de sharia de Hebrón, el jeque Abdelkadrer Idris ofrece detalles y razonamientos de toda índole en su despacho, situado en pleno casco histórico de Hebrón, ocupado por cientos de colonos y patrullado día y noche por el Ejército israelí. “Ahora el marido no puede actuar espontáneamente. Si la primera mujer no lo sabe, el juez enviará a un funcionario a comunicárselo antes de autorizar el segundo matrimonio”.

Con barba recortada, chaleco, corbata y el tradicional gorro blanco y granate, el juez de sharia informa de que el máximo legal es cuatro esposas, aunque la mayoría de los polígamos en Cisjordania optan por dos o tres, excepto aquellos que tengan mucho dinero. Y termina explicando por qué la sharia permite el segundo, tercer y cuarto matrimonio: “Se trata de resolver los problemas de nuestra sociedad. En Hebrón tenemos 37.000 solteras de más de 27 años. Y dios les dice a los hombres: casaos con esas mujeres para que no tengan que pecar y hacer cosas en contra del matrimonio. Es una ley preventiva, que evita el pecado”.

Maysun Qawasmi, una periodista metida a política de Hebrón, que acaba de formar una lista electoral compuesta exclusivamente por mujeres, las palabras del juez le parecen casi una broma mala. Al margen de cuestiones legales, morales o religiosas, Qawasmi considera que en la práctica es “imposible, que en las condiciones económicas en las que viven al mayoría de los palestinos y bajo ocupación militar los hombres sean justos y sean capaces de mantener a dos familias como dice la sharia”. Lo de la poligamia lo considera propio de hombres sin cultura que quieren alardear de poderío. “¿Y lo del apetito sexual?, pues el que no tenga suficiente con su mujer, que haga deporte, que falta les hace”, se burla.

A Um Mohamed, la mujer confinada al sótano, la amargura que arrastra no le permite tomárselo con humor. Sabe que es tarde para deshacer lo sucedido y ahora trata de centrarse en el futuro, sobre todo en el de sus hijos. “El hombre que venga a pedir la mano de mi hija tendrá que jurarme antes que nunca se casará de nuevo. No quiero que mi hija pase lo que yo he pasado”.

Cuerpo

14 noviembre, 2012

Fuente: diario EL PAÍS | Manuel Vicent

Una joven atractiva, mientras se maquilla ante el espejo del cuarto de baño para ir a trabajar, recita una nueva versión del monólogo de Hamlet: ser o no ser, esta es la cuestión, levantarse todos los días a las siete de la mañana y tener que aguantar a un jefe despótico, machista e incompetente, todo por mil y pico euros al mes, o renunciar a esta lucha agotadora y quedarme en la cama para dormir, tal vez soñar, junto a un marido vulgar, a quien con un poco de maña puedo dominar a mi antojo. Este dilema aciago parece haber arraigado en buena parte de la juventud femenina. Frente a aquella generación de mujeres, que en los años sesenta del siglo pasado decidió ser libre y realizó un arduo sacrificio para equipararse a los hombres en igualdad de derechos e imponer su presencia en la primera línea de la sociedad, cada día es más visible una clase nueva de mujer joven, incluso adolescente, que ha elegido utilizar las clásicas armas femeninas, que parecían ya periclitadas, la seducción, la belleza física y el gancho del sexo para buscar amparo a la sombra de su pareja y recuperar el papel de reina del hogar. Puede que la moral de la iglesia católica se haya aliado con la crisis económica para imbuir tenazmente en la mujer la idea que vuelva a casa, críe hijos, se ponga guapa y complazca en todo a su marido. Si una chica acude a diario a machacarse en el gimnasio, si se atiborra de silicona, si camina sobre unas plataformas increíbles, si decora su piel con toda suerte de tatuajes, ¿busca sentirse saludable y fuerte para luchar por sus derechos o, tal vez, solo trata de convertir su cuerpo en un objeto de deseo, en un arma de combate frente a los hombres? Ser o no ser. ¿Qué es mejor, soportar a un jefe tirano que me explota o a un marido mediocre que me llevará a París si le hago un mohín de gatita? Puede que el dilema no sea tan rudo, pero aquellas mujeres que en el siglo pasado lucharon como panteras por su dignidad, sin tiempo para pintarse los labios, tienen ahora unas nietas hermosas, siliconadas, tatuadas con serpientes y mariposas, dispuestas a claudicar en sus derechos, con tal de ganar la otra batalla, el viejo sueño de sentirse adorables y tener al macho de nuevo a sus pies en la alfombra.