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Paisajes del comunismo: un viaje por una arquitectura olvidada

30 marzo, 2023

Fuente: http://www.eldiario.es

La Academia de las Ciencias, en Moscú, diseñada a principios de los años 80 por Yuri Platonov
La Academia de las Ciencias, en Moscú, diseñada a principios de los años 80 por Yuri Platonov Capitán Swing

Enrique Domínguez Uceta

24 de marzo de 2022 22:41h. Actualizado el 25/03/2022 05:30h 

El formidable volumen de arquitectura generado por la Unión Soviética y los países que permanecieron tras el Telón de Acero durante el tiempo en que tuvieron gobiernos socialistas es un patrimonio que permanece olvidado tras la caída del Muro de Berlín. Los problemas a los que se enfrentaron los revolucionarios rusos tuvieron una escala descomunal, ya que no se trataba solamente de dar alojamiento a una población que salía de una historia de miseria, desigualdad y guerras, en realidad tenía la misión de intentar dar forma a una sociedad nueva, con valores diferentes a los que habían afrontado los regímenes anteriores.

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Su historia aparece repleta de temas de interés, desde los aspectos teóricos a las dificultades prácticas, sometida a debates disciplinares tanto como a la voluntad caprichosa de los dirigentes políticos. La tarea era homérica, afrontando aspectos tan diversos como la necesidad de producir viviendas de manera masiva, generar servicios sociales e infraestructuras, y construir elementos simbólicos capaces de convertirse en imagen del sistema, sirviendo como modelo y emblema ante sus ciudadanos y el mundo.

El Monumento a la Victoria, en Leningrado (actual San Petersburgo) Capitán Swing

La caída del Muro de Berlín en 1989 y la de los sistemas políticos en todos los países que antes estaban en la órbita soviética han supuesto una liquidación psicológica y moral de aquel periodo. Sus realizaciones, en tanto que testimonios de un pasado que los ciudadanos desean olvidar, han sido abandonadas, tanto intelectual como físicamente, encontrándose buena parte de aquel patrimonio seriamente perjudicado. Muchos edificios que pertenecían al estado no han sido reconvertimos a nuevos usos y, carentes de mantenimiento, sufren un rápido deterioro.

Los trazados urbanos y los edificios tienen una excepcional capacidad de permanecer, de seguir expresándose a través del tiempo, y hoy, la arquitectura y el urbanismo del comunismo sigue hablando a través de las obras que se generaron durante el tiempo que existió. El espeso silencio y el desprecio que se ha extendido sobre el periodo comunista en la Unión Soviética y en los países que cayeron tras el Telón de Acero ha dejado en el limbo de la historia un volumen de patrimonio descomunal, que abarca numerosos países y buena parte de la superficie de Eurasia.

Una postal de 1979 de la plaza en aquel momento llamada de la Revolución de Octubre, en Kiev Capitán Swing

Durante cinco años, el escritor Owen Hatherley, residente en Gran Bretaña y vinculado a Polonia a través de su pareja, recorrió desde Varsovia los países del Este y la Rusia más cercana, Berlín, Praga, Budapest, Viena, Kiev, Moscú y San Petersburgo. Su interés se centró en indagar en el patrimonio producido durante los años que engloba bajo el término de comunistas y, con el material obtenido de sus viajes, investigaciones, entrevistas y sus conocimientos de la historia moderna de la arquitectura y del comunismo, ha redactado las 704 páginas de Paisajes del comunismo, una obra reveladora, editada por Capitán Swing, que se acaba de poner a la venta.

Para un espectador poco informado, la arquitectura de los regímenes comunistas europeos resulta tosca, brutalista y de una fealdad poco discutible. En especial si se compara con la belleza y sofisticación que muestran los centros de las grandes ciudades europeas de los Habsburgo y de todas aquellas que tenían a Viena como modelo. Antes de iniciar el camino del libro hay que considerar las circunstancias en que se produjo la arquitectura comunista, empezando por el hecho de haberse realizado tras una durísima revolución, después de sufrir el peso más dramático de la II Guerra Mundial, y de afrontar las vicisitudes de la Guerra Fría.

Frisos en la decoración de la estación de metro de Novokuznetskaya, en Moscú Capitán Swing

Una economía frágil debió asumir grandes compromisos dirigida de manera centralizada, cuya mejor circunstancia era la abolición de la propiedad del suelo y de la especulación, pero se enfrentaba a la obligación programática de proveer a la población de viviendas dignas con todos los servicios de higiene y habitabilidad imprescindibles. Si se tiene en cuenta que los trabajadores no debían aportar por su vivienda más que una pequeña fracción de sus salarios, hay que imaginar las condiciones en las que se construyeron inmensos barrios homogéneos y prefabricados en las afueras de las ciudades extendiéndose sin condicionamientos del valor del suelo en monótonas perspectivas. El uso de paneles prefabricados de hormigón para la construcción contribuyó al aspecto sucio y desaliñado que hoy presentan esos barrios, que la sensibilidad de los visitantes occidentales rechaza.

Los aspectos más evidentes de una rápida mirada a la arquitectura comunista muestran una primera etapa de participación de los artistas revolucionarios de principios del siglo XX en la construcción de una sociedad nueva. Pero no duraron demasiado tiempo en puestos en los que pudieran realmente hacer una nueva arquitectura en nuevas ciudades. Pronto la planificación escapó de las manos de los artistas y pasó a los administradores, políticos y burócratas, lo cual supuso la llegada de la producción industrial de arquitectura a la realidad de las ciudades.

Mientras la creación de viviendas tomaba el camino de la prefabricación monótona y rutinaria, con edificios semejantes a almacenes de personas, los políticos vislumbraron la necesidad de convertir el centro de las grandes ciudades en escaparates de la revolución, creando grandes espacios públicos cargados de riqueza artística y ornamental cuyo argumento simbólico era la fuerza del estado de los trabajadores. El monumentalismo de las instituciones procuraba que el pueblo sintiera como suyos los paseos, los parques y los teatros y salas de conciertos, el metro y otras dotaciones, pero, a menudo, identificaron el lujo público con ideas estéticas de los regímenes monárquicos anteriores a la revolución, en un revisionismo desalentador.

Los pabellones acristalados de Kalinin Prospekt, en Moscú, en una postal de 1980. Un ejemplo de urbanismo ‘magistral’ Capitán Swing

El libro Paisajes del comunismo es una apasionante colección de experiencias y datos sobre numerosos espacios urbanos, narrados con una agilidad e implicación notables, mostrando un amplio conocimiento de la historia política y de las circunstancias de los lugares que visita, con un estilo directo y muy ameno, mezclando anécdotas e historias personales con las impresiones de sus paseos por los lugares que visita. A pesar de que el título del libro alude al comunismo en general, el autor reconoce la imposibilidad de viajar con sus propios medios a todos los países comunistas de cuatro continentes. Su itinerario ha partido de Polonia, y ha logrado “una cobertura decente de la parte occidental de la Unión Soviética, un poco menos de Alemania del Este, Checoslovaquia, Bulgaria y Yugoslavia, tan solo las capitales de Hungría y Rumanía”. Es cierto que se centra en las ciudades y no explora el paisaje campestre, pero sus páginas recogen lugares que existen, que pueden ser visitados e interpretados a partir de las páginas del libro.

En el prefacio admite que faltan las experiencias americanas y asiáticas, ni Cuba, ni México, Venezuela o Chile. En cualquier caso, su mirada es amplia, en especial sobre la Europa del Este, y el mayor interés de la obra es la manera certera en que identifica los principales temas que ocuparon la acción arquitectónica y urbanística de los regímenes comunistas en nuestro continente. Advierte el autor que “no habrá mucha información sobre estadios, fábricas, hoteles, bloques de oficinas, escuelas, hospitales, mercados y villas privadas puesto que dichas construcciones se encuentran en cualquier sistema industrializado” para centrase en los espacios que “se dan exclusivamente en este lugar, en esta ideología y en esta economía”. Identifica diferentes tipologías características de la arquitectura de aquel periodo, que correspondían a funciones propias de una sociedad nueva que pretendía cambiar los parámetros de la vida colectiva, y con ellos organiza el índice de la obra.

El primero de esos espacios es la magistral, la avenida de grandes dimensiones que se construyó en las principales ciudades de cada país socialista, normalmente con el fin de ser representativa de los valores urbanos del régimen y de servir como escenario para las grandes demostraciones ceremoniales, en especial los desfiles. El autor encuentra una íntima relación entre los grandes bulevares soviéticos y los que realizó Haussmann en París, señalando que pasaron de ser escenarios para la protesta pública y la revolución en la capital francesa a servir para “la exhibición de la revolución” soviética, y convertirse en el “espacio emblemático del poder estalinista”. A este género pertenecen la calle Tverskaya de Moscú, la Karl-Marx-Allee de Berlín, la Marszalkowska de Varsovia y la Kreschatik de la sufriente Kiev. Como espacios representativos tendieron a expulsar a los trabajadores de su entorno para alojar funcionarios, y a incorporar edificios representativos cargados de ornamentación y aplicaciones artísticas con frisos y estatuas de esforzados campesinos y proletarios en actitudes heroicas.

Casa Scânteii, en Bucarest, la culminación de un majestuoso bulevar en 1956, abandonado poco después a su suerte para invertir recursos en reformular los barrios obreros Capitán Swing

El segundo capítulo hace referencia al concepto de mirkorajón, o microrregión, que dedica a estudiar la creación de grandes complejos residenciales alejados del centro urbano. Esquemáticas alineaciones de cúbicos bloques de viviendas, monótonos y toscos, rodeados por los servicios necesarios para un funcionamiento autónomo respecto a la ciudad tradicional junto a la que se instalaban. Resulta paradójico que el formidable esfuerzo por lograr “viviendas decentes para todos los trabajadores”, que llevó a que la URSS fuera el mayor constructor del planeta en los años 70, sea juzgado tan solo con criterios estéticos por su falta de atractivo formal y material. Hatherley destaca que esos mirkorajón “existen todavía” y que “ninguno de ellos ha sido derribado”. El impulso dado por Jruschev a la construcción industrializada acabó con los excesos decorativos de años anteriores y lanzó la producción de bloques de viviendas idénticos que se pueden encontrar en todos los rincones de la antigua Unión Soviética. El tema residencial colectivo fue central en los esfuerzos de todos los países socialistas por lograr una vivienda digna y, más allá de responder a planificaciones centralistas, también tomó acentos diversos en muchos lugares, generando una compleja colección de ejemplos y propuestas, que finalmente componen un panorama de extraordinaria riqueza.

Un edificio de viviendas en la urbanización Šeškinė, a las afueras de Vilna (Lituania), construido entre 1977 y 1983 Capitán Swing

El tercero grupo de obras que estudia Hatherley es el de los condensadores sociales, dedicados al ocio y la cultura para la gente, donde “se habría de inculcar la ideología colectiva”. Entre otros edificios de este grupo se encuentran las casas del pueblo y los clubes de trabajadores, alternativos a los espacios de ocio y cultura prerrevolucionarios, muchos de ellos levantados por los sindicatos, no por el Estado. Esto permitió la realización de obras únicas, ideadas específicamente para el lugar en que se implantaban, en oposición a la construcción estandarizada de escuelas, cines, piscinas y salas de conciertos. A este grupo pertenece “parte de la arquitectura pura más rica de Europa del Este de cualquier época”. Como ejemplos, menciona en Moscú el Narkomfin de Guínzburg y la casa comunal del Instituto Textil de Nikoláyev, destacando los trabajos de Mélnikov, en especial el Club de trabajadores Rusakov, y la riqueza de la ciudad de Vilna en este tipo de edificios. En la casuística incluye palacios de bodas, comedores colectivos, Palacios de los Pioneros de Kiev y Moscú, y algunas bibliotecas singulares como la Nacional de Estonia en Tallin. En este extenso capítulo menciona también algunos cines, centros de vacaciones frente al mar Negro o el Báltico, e incluso iglesias y lugares de culto en Polonia, en especial la corbuseriana Arka Pana en Nowa Huta.

Club de los Trabajadores de la Industria Alimentaria, en Kiev, un diseño de 1932 formado por volúmenes curvos que se superponen con suavidad y un interior iluminado con luz cenital Capitán Swing

Los edificios altos son protagonistas de un capítulo propio, a los que considera obras “declarativas” al hacer posibles escenarios urbanos diseñados para hablar “de la unidad, la jerarquía o la coherencia de aquellas sociedades”. Hatherley ha identificado una “tendencia Socialista estatal de crear siluetas en el horizonte en los lugares más inverosímiles”, hecho que asocia con la coincidencia de la revolución rusa con la edad dorada de los rascacielos estadounidenses. A los altos edificios neogóticos de Rusia en la década de los 30, les sucedieron las altas torres de comunicación situadas en el centro de las ciudades, en Berlín oriental y en Varsovia, en Zagreb y en Belgrado, o en la periferia de Praga. Y el autor nos recuerda que la torre de televisión Ostankino en Moscú fue “la estructura creada por el hombre más alta del mundo”.

En el centro de la imagen, alzándose sobre la ciudad de Praga, la torre de televisión situada en el barrio de Žižkov Capitán Swing

A pesar de que el rascacielos más famoso de la Revolución, el Monumento a la Tercera Internacional (1919), de Tatlin, nunca se construyó, si surgieron gigantescas moles en Moscú, hasta el punto de afirmar que “la nueva Moscú estalinista se parecía a la Nueva York anterior a la guerra”. Los edificios masivos de Moscú aún permanecen como emblemas del poder central soviético encarnado en los masivos rascacielos escalonados que aparecen rematados con pináculo de estilo gótico. El Ministerio de Asuntos Exteriores y la Universidad Estatal de Moscú forman parte de las ‘siete hermanas’ que componen una sinfonía de siluetas en el cielo de la capital rusa de las que quizá la Universidad sea “el más alto, opulento y parlante” de todos ellos. El autor considera que el único edificio, fuera de la capital rusa, que puede equipararse por completo con las ‘siete hermanas’ moscovitas “en términos de escala, costos, opulencia, centralidad urbana y efecto es el Palacio de la Cultura y la Ciencia de Varsovia”.

Hatherley dedica otro capítulo al Metro de estos países, que tiene aspectos distintivos, en la medida en que supone una glorificación del medio de transporte colectivo, eficaz y sostenible, merecedor de un costoso cuidado espacial y estético, en el que a menudo se recurre a patrones historicistas del régimen anterior. Es muy interesante el relato de su recorrido por el metro de Moscú, experiencial y chispeante, sin dejar de ser una minuciosa la narración de la historia de la construcción y de los autores. Son páginas repletas de entusiasmo, que le llevan a considerar los metros de la Unión Soviética y sus satélites como “los microcosmos más convincentes de un futuro comunista que se puede atravesar, oler y palpar”. Resultan de palpitante actualidad las páginas dedicadas a presentar las especiales características de la estación del metro de Moscú que da acceso a la estación de Ucrania, y las que estudian el metro de Kiev y su específico repertorio formal y simbólico.

El metro de Mayakovskaya, en Moscú Capitán Swing

En el capítulo Reconstrucción analiza la manera en que los regímenes comunistas emprendieron, en determinadas ocasiones, vastas reconstrucciones de centros históricos que habían sido destruidos durante la Revolución o las guerras mundiales, con ejemplos notorios en el caso de Varsovia y en los de San Petersburgo, Riga, Gdansk, Dresde y Berlín. No solo intentaban demostrar que tenían una capacidad única para preservar el patrimonio nacional, también daban una opción al nacionalismo cultural dentro del sistema.

Tras dedicar algunas páginas a la improvisación, donde agrupa elementos arquitectónicos y urbanos que parecen no proceder de la planificación, que se presentan como espontáneas manifestaciones de creatividad que el autor ha encontrado en sus viajes, concluye ocupándose de los memoriales, de los abundantes monumentos conmemorativos que el estado levantó para ensalzar los valores que representaba y que mitificaba la sociedad comunista, buscando tanto “rendirse un homenaje a sí mismos”, como dejar memoria de un tiempo excepcional, algo que lograron, aunque el presente les haya vuelto la espalda.

Monumento al Trabajo Socialista de Kutaisi, la segunda ciudad más grande de Georgia Capitán Swing

El placer de leer el entramado de sensaciones y datos que se acumulan en Paisajes del comunismo abre una generosa ventana sobre uno de los periodos más despreciados y desconocidos de la historia de la arquitectura moderna. Owen Hatherley incita a profundizar en las obras comunistas, sin renunciar a emplearlas como un laboratorio con numerosos experimentos de los que extraer conclusiones, ni renunciar a ponerlos en paralelo con la arquitectura de Occidente en los mismos periodos. También lamenta que el rechazo popular a la arquitectura comunista tras caer el Muro de Berlín haya truncado la carrera de algunos buenos arquitectos que trabajaron al final de aquel periodo, pero aún más lamentable es el abandono del patrimonio anterior a 1989, por razones ideológicas y porque muchos edificios que eran estatales han quedado sin uso ni presupuesto de mantenimiento, provocando un holocausto arquitectónico de proporciones gigantescas.

Quienes hemos viajado por estos mismos países somos conscientes del abandono en que se encuentra buena parte del patrimonio dejado por el periodo comunista en el Este de Europa, cuya desaparición supondría una pérdida de proporciones descomunales. La vindicación desde el oeste debería ser lo suficientemente intensa como para que los propios ciudadanos de antiguos países del este saltaran por encima de los recuerdos negativos asociados al tiempo en que fueron construidos y los considerasen en relación al valor experimental y patrimonial que sin duda suponen. Libros como Paisajes del comunismo invitan a mirar en las zonas abandonadas y oscuras de la cultura del siglo XX, remueven las asentadas rutinas del pensamiento generalizado y reflexionan con originalidad sobre la manera en que aquellas ideas y obras se presentan ante quienes tienen el placer de buscarlas y mirarlas sin prejuicios.

¿Cómo pudo un diplomático español salvar del Holocausto a más de 5 000 judíos húngaros?

20 junio, 2022

Fuente: http://www.theconversation.com

Publicado: 26 enero 2022 19:06 CET

Autoría

  1. Francisco López-Muñoz. Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela.
  2. Esther Cuerda. Vicepresidenta del Centro de Investigaciones sobre Totalitarismos y Movimientos Autoritarios (CITMA), Universidad Rey Juan Carlos.

Cuando se habla de héroes salvadores de judíos del Holocausto nazi, el mayor genocidio de la historia de la Humanidad, siempre viene a colación la figura de Oskar Schlinder, gracias a la magnífica y oscarizada película de Steven Spielberg, La lista de Schindler (1993).

Sin embargo, hubo muchos más héroes que arriesgaron vida y carrera y lograron salvar muchas más vidas (aunque el número no sea lo más trascendente, en este caso). Entre ellos destaca, sin duda, el diplomático español Ángel Sanz Briz (1910-1980), el “Ángel de Budapest”, cuya admirable historia es poco conocida, en general, aunque los libros de algunos destacados periodistas, como Diego Carcedo y Arcadi Espada, la hayan sacado a la luz.

El “caso judío” en Hungría

Desde la llegada al poder del partido nazi en Alemania en 1933, la Regencia húngara del almirante Miklós Horthy mostró su apoyo al nuevo gobierno alemán con el objetivo de recuperar parte del territorio imperial perdido después de la I Guerra Mundial.

Vista de Budapest antes de la II Guerra Mundial. Yad Vashem

Tras la anexión de Austria por Alemania, en marzo de 1938, Hungría comenzó a promulgar leyes antisemitas similares a las leyes de Núremberg alemanas: discriminaciones sociales de carácter racial, eliminación de los judíos del funcionariado, reducción de las actividades económicas de este colectivo e incluso la creación de un Servicio Laboral Húngaro, al que debían incorporarse los varones judíos en edad militar, que suponía, de facto, un sistema de trabajos forzados. A pesar de todo ello, la seguridad de los 725 000 judíos que habitaban la nueva Gran Hungría (sin contabilizar los aproximadamente 100 000 convertidos previamente al cristianismo, pero considerados racialmente judíos) era bastante mayor que en Alemania.

Judío con la estrella de David caminando por Budapest, 1944. Yad Vashem

Pero en marzo de 1944, Hitler invadió Hungría para asegurar su alianza militar con el Eje, y con las tropas alemanas de ocupación entró una unidad Sonderkommando dirigida por Adolf Eichmann, cuyo objetivo era aplicar la “Solución Final” a los judíos húngaros. Inicialmente se aprobaron nuevos decretos contra la población judía: se restringió la movilidad de los judíos en toda Hungría, se les obligó a utilizar el distintivo racial amarillo en sus vestimentas, se confiscaron sus propiedades y comercios, se abolieron sus derechos civiles y, finalmente, se les recluyó en guetos.

El 15 de mayo de 1944 comenzaron las deportaciones de los judíos húngaros, y en menos de dos meses casi medio millón fueron enviados a los campos de exterminio, en su mayoría a Auschwitz, donde la mitad de ellos fueron asesinados en las cámaras de gas tras su llegada. Aunque el regente Horthy detuvo las deportaciones en julio, todos los judíos de Hungría, salvo los de Budapest, ya habían sido deportados.

El 15 de octubre, los alemanes forzaron un golpe de estado, llevando al gobierno al Partido de la Cruz Flechada, de naturaleza pronazi y abiertamente antisemita, con lo que se agravó enormemente la situación de los judíos que quedaban en Budapest: unos 80 000 fueron asesinados en las riberas del Danubio, sus cuerpos arrojados al río, y varios miles más obligados a desplazarse en “Marchas de la Muerte” hacia la frontera austríaca.

Miembros del Partido de la Cruz Flechada escoltando a los judíos durante la deportación. Yad Vashem

Durante el asedio soviético de la ciudad, iniciado en diciembre de 1944, los 70 000 judíos que quedaban en Budapest fueron confinados en un gueto, junto a la Gran Sinagoga, y miles de ellos murieron de hambre, frío y enfermedades. Toda una tragedia que algunas autoridades húngaras actuales tratan incluso de minimizar y relativizar.

Frente a esta dramática situación, un grupo de diplomáticos de las naciones oficialmente neutrales en el conflicto bélico se organizaron en una especie de red clandestina de ayuda y protección a la población judía, sin que mediaran órdenes específicas de sus gobiernos, para evitar que los judíos fueran enviados a las cámaras de gas de Auschwitz y Birkenau. Aunque nos vamos a centrar en el español Ángel Sanz Briz, entre ellos también cabe mencionar al primer secretario de la legación sueca Raoul Wallenberg, al cónsul suizo Carl Lutz, al nuncio apostólico Angelo Rotta y al encargado de negocios portugués Alberto Branquinho.

Ángel Sanz Briz, el “Ángel de Budapest”

El joven diplomático zaragozano encabezaba la Legación de España en Budapest en junio de 1944 como encargado de negocios, informando a sus superiores del Ministerio de Exteriores sobre la denigrante y oprobiosa situación de los judíos en la capital húngara y de los protocolos de deportación a los campos de exterminio.

Ángel Sanz Briz. Ministerio de Asuntos Exteriores. Gobierno de España.

En uno de estos informes, fechado el 16 de julio de 1944, detalla: “Afirman que el número de los israelitas deportados se aproxima a 500 000. Sobre su suerte en la capital corren rumores alarmantes. Insisten en que la mayoría de los deportados judíos (en cada vagón de carga van unas 80 personas amontonadas) están dirigidos a un campo de concentración cercano a Kattowitz donde les matan con gas, utilizando los cadáveres como grasa para ciertos productos industriales”.

Tras la llegada al poder del partido de la Cruz Flechada en octubre de 1944, Sanz Briz, ahora ya sí con la anuencia de Madrid, comenzó a proporcionar las llamadas “Cartas de Protección” o salvoconductos (Schutzbrief) a judíos de Budapest. En un principio lo hacía a aquellos que alegaban orígenes sefardíes, en virtud de un antiguo Real Decreto de 1924 promulgado durante la dictadura del General Primo de Rivera que otorgaba la ciudadanía española a los judíos descendientes de los que fueron expulsados de España en 1492, pero posteriormente se extendió a cualquier judío perseguido, haciéndolos pasar por sefardíes.

Ejemplo de una ‘Carta de protección’ emitida por Sanz Briz. Yad Vashem

Tras negociar con las autoridades húngaras, recibió inicialmente el consentimiento de otorgar esos derechos a 200 judíos de origen español, pero amplió la cobertura a 200 familias y posteriormente continuó incrementando el cupo asignado, generando series marcadas con letras, de forma que nunca superaban el número 200.

Para salvaguardar sus vidas, Sanz Briz alojó a los judíos protegidos en ocho edificios alquilados por él mismo en diferentes lugares de Budapest, que posteriormente fueron ampliados a once, indicando que eran anejos a la Legación española y que gozaban de extraterritorialidad. Incluso consiguió que la Cruz Roja Internacional colocara letreros españoles en hospitales, orfanatos y clínicas de maternidad, para proteger a los judíos que allí se encontraban.

Asimismo, llegó a involucrase personalmente en estas actividades de salvamento, intimando con una alta autoridad del partido de la Cruz Flechada para que no se violaran sus casas protegidas y sobornando directamente con el mismo objetivo al Gauleiter Eichmann, presentándose físicamente en alguno de los inmuebles para evitar detenciones, y rescatando a 30 de sus protegidos de una “marcha de la muerte” organizada por los nazis y devolviéndolos a las casas de bandera española.

Ante el inminente avance de las tropas soviéticas, Sanz Briz recibió instrucciones precisas de Madrid de abandonar Budapest, dado que España era enemiga del régimen comunista de la Unión Soviética, y partió rumbo a Suiza el 6 de diciembre de 1944.

Giorgio Perlasca. Yad Vashem

Pero la labor de Sanz Briz no se perdió con su salida de Hungría, pues continuó durante 40 días más, hasta la liberación de Budapest por las tropas soviéticas el 16 de enero de 1945. El italiano Giorgio Perlasca, quien obtuvo de Sanz Briz un pasaporte español por haber luchado en el bando franquista durante la Guerra Civil, había colaborado con la Legación, visitando y ayudando a los refugiados alojados en casas de protección.

Con documentos falsificados, Perlasca se hizo pasar ante las autoridades húngaras por el encargado de negocios de la Embajada española y consiguió mantener la estructura organizada por el diplomático español, incluyendo el suministro de alimentos, en una situación de enorme escasez por el sitio de la ciudad.

Justo entre las Naciones

El número de judíos húngaros muertos durante el Holocausto fue, aproximadamente, de 568 000 y sólo sobrevivió uno de cada tres judíos residentes en la Gran Hungría. Entre estos últimos se pueden contar los 5 200 judíos que Sanz Briz, con la colaboración final de Perlasca, salvó de la deportación y, por tanto, de los campos de exterminio, de los que apenas 200 eran de origen sefardí. En total, casi cinco veces más que los incluidos en la famosa lista del empresario alemán Schlinder.

El monumento de los Justos entre las Naciones, en el parque Raoul Wallenberg (Budapest) Perline / Wikimedia CommonsCC BY-SA

Sanz Briz fue nombrado por Yad Vashem, el 8 de octubre de 1966, “Justo entre las Naciones”, la más alta distinción que otorga el Gobierno de Israel a personas no judías. Esta distinción también se haría efectiva para Perlasca el 9 de junio de 1988, al igual que para los anteriormente mencionados Wallenberg, Lutz y Rotta, que interpretaron un papel parecido al de Sanz Briz.

Gracias al valor y la tenacidad de este funcionario del servicio exterior español, en actos de heroísmo que van más allá del cumplimiento de su deber, miles de judíos pudieron salvar su vida. Y su recompensa fue la postergación inicial en su carrera diplomática y la prohibición expresa de recoger el honor concedido por Israel, pues el Ministerio de Asuntos Exteriores consideró que la presencia de un diplomático español en dicho Estado podría dañar las recién establecidas relaciones hispano-árabes, por lo que sólo pudo ser entregado póstumamente a su viuda en 1991.

Crimea es Rusia y Gibraltar, español: el mapa europeo de los que piensan que otros territorios les pertenecen

8 febrero, 2021

Fuente: http://www.eldiario.es

  • Los votantes de la extrema derecha en España cumplen el patrón europeo: son los ciudadanos que con más frecuencia reivindican territorios de otros Estados

Álvaro García Hernández

4 de marzo de 2020 22:45h 

@alvarogarhdez

Es otra manera de mirar a las tensiones territoriales y nacionalistas en Europa. Una encuesta de Pew Research Center ayuda a dibujar el mapa de los ciudadanos de un país que piensan que el territorio de otro Estado debería pertenecer al suyo. Es el mapa de los «Gibraltar, español» más cercanos, aunque los contextos históricos y políticos son diferentes en cada caso.

Por ejempo, un 67 % de los húngaros considera que hay territorios de países vecinos que deberían ser (o son) parte de su soberanía. Tres de cada cinco griegos y la mitad de los polacos coinciden en que otros territorios cercanos realmente les pertenecen. Por el contrario, en Europa occidental los resultados siguen la dirección opuesta. En Países Bajos no existen estas reivindicaciones en tres de cada cuatro ciudadanos, un dato parecido se registra en Reino Unido (72 %).

En España, un 37 % respectivamente afirman que hay zonas de otros países que deberían estar bajo su control. En el caso español, como en otros, hay una importante brecha generacional. Un 59 % de los votantes de Vox españoles apoyan estos discursos, según la encuesta, con el ejemplo de Gibraltar encima de la mesa, frente al 32% del resto de la población española.

Entre Rusia y Ucrania, donde la anexión de la península de Crimea en 2014 provocó un conflicto en la región y la condena internacional, la afirmación de que otros territorios vecinos forman parte de su soberanía ronda el 50 %.

Suecia es el país donde la sociedad está más conforme con sus fronteras; solo un 13% tiene este tipo de inquietudes.

Julio Guinea Bonillo, profesor de Historia de Relaciones Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos, afirma que es un resultado de la propia historia de los países. «Los procesos de expansión, conquista y colonización han dejado, no solo una huella generacional, también literaria, económica, política y de relaciones internacionales», explica.

Respecto a Rusia, apunta que la «absorción» de Crimea por parte de Rusia tiene que ver con una política por parte de Vladimir Putin en la que «se está volcando en líderes históricos, no tan lejanos que han tratado de engrandecer Rusia y que los estados cercanos les pertenecen». Además los países del entorno son los que mayores porcentajes de afinidad muestran respecto a la OTAN porque consideran que podría defenderlos de posibles invasiones, «es un seguro de vida», pero que no tienen aspiraciones mucho mayores, «con el mero hecho de estar en el mapa se dan por satisfechos.

En el caso de Turquía, donde según la encuesta un 58 % de los ciudadanos afirma compartir este tipo de reivindicaciones, la partición del Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial ha provocado que territorios que ahora son países independientes tengan voz propia –como Siria o Líbano–, lo que ha provocado, explica Guinea Bonillo, que sectores ultraconservadores quieran volver a esa época, lo han trasmitido entre generaciones.

Por el contrario, en Estados Unidos el apoyo no supera el 20 %. Esto se debe, según Guinea Bonillo, a que ya no pretende adquirir territorios. EEUU es imperialista pero de manera indirecta, a través del apoyo a ciertos gobiernos o intervenciones militares para obtener un beneficio del país. Europa sí que vive bajo la «ensoñación» de que puede volver a ser un imperio, argumenta.

La extrema derecha, más favorable

Como ocurre en España, también en el resto de Europa son los partidos de extrema derecha los que tienen una visión más favorable a afirmar que territorios vecinos son parte de su soberanía. Mientras que un 76 % de los votantes del húngaro Fidesz se muestran favorables, la mayor diferencia (27 puntos porcentuales) entre los que apoyan integrar territorios vecinos a su país.

Patrick Utz, investigador en Ciencias Políticas de la Universidad de Edimburgo, explica que «los simpatizantes de extrema derecha se muestran más receptivos a discursos irrendentistas» –de reivindicación de territorios vecinos como propios– se debe al «hincapié que estos partidos hacen respecto a las identidades unidimensionales y en una idea de soberanía absoluta».

En el caso de Hungría, apunta a que el partido Viktor Orbán, Fidezs, aunque no tenga un discurso oficial de reivindicación en zonas con población mayoritaria húngara, como Transilvania en Rumania o Vojvodina en Serbia, sí que ofrece pasaportes a población húngaro-parlante en países vecinos. Por lo que Utz considera que la pregunta de la encuesta estaría simplificada y no mostraría el valor real del problema.

El profesor de la Rey Juan Carlos explica que Fidezs sitúa su discurso en la retórica de la «grandeza de Hungría» del Imperio austrohúngaro «porque no siente que pertenece a la Unión Europea, se ve insignificante». Pero detalla que un país se hace grande cuando pertenece a un bloque fuerte, que defiende libertades individuales o de movimiento», pero los ‘perdedores’ en los repartos se ven insatisfechos «y recurren a este tipo de reivindicaciones».

Publicado el4 de marzo de 2020 – 22:45 h

Lecciones de la ‘nueva normalidad’ de 1945

3 octubre, 2020

Fuente: http://www.infolibre.es

Julián Casanova @CasanovaHistory

Publicada el 30/05/2020 a las 06:00

La imagen convencional de que 1945 fue un “Año Cero” para Europa ha sido desmontada en los últimos años por diferentes historiadores. No lo fue, en primer lugar, para la amplia región de Europa Central y del Este, que vio cómo la mayoría de sus países pasaban, en una historia de continuidades y rupturas, de la ocupación nazi a la ocupación comunista.

Europa Central y del Este fue el principal campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial. La población de Polonia y Yugoslavia fue diezmada. Los países Bálticos, Polonia, Yugoslavia y Hungría quedaron en ruinas. En Varsovia el 85 por ciento de sus edificios fueron destruidos. El déficit de modernización era más grande que a comienzos del siglo XX. La agricultura y la industria descendieron a niveles del siglo XIX. Todos esos países que habían luchado contra su atraso y posición periférica cayeron en un profundo abismo. El exterminio de los judíos y la expulsión de la población étnica alemana significó la desaparición de la mayor parte de la vieja clase y la cultura burguesa, y facilitó la reconstrucción de la sociedad por las élites comunistas. Todos esos países, excepto Yugoslavia, pasaron de ser multiétnicos a tener poblaciones casi homogéneas.

Tampoco lo fue para España y Portugal, donde Francisco Franco y António Oliveira de Salazar, ya en el poder como dictadores antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, pudieron seguir después de acabada durante tres décadas más. Desde el punto de vista de la democracia y de las libertades, España, Portugal -además de Grecia desde 1967 a 1974- y la Europa Central y del Este, desde la frontera austriaca hasta los montes Urales, desde Tallin hasta Tirana, quedaron fuera de esa complaciente descripción del continente -instalado en la “Edad de Oro” de la democracia tras la anterior “Era de catástrofe”- que procedía fundamentalmente de Gran Bretaña y Francia.

En esos países, y en otros de Europa Occidental y del Norte, la violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo. Estados Unidos había avanzado antes de 1939, con el New Deal, por ese camino, aunque con fuertes desigualdades sociales y la ausencia completa de derechos civiles para las minorías negras.

Volver a la “normalidad”, sin embargo, no fue fácil. Durante los últimos meses de la guerra y los dos primeros años de la posguerra, cientos de miles de personas -fascistas, colaboracionistas, ultraderechistas- fueron víctimas de una extrema violencia retributiva y vengadora, con un amplio catálogo de sistemas de persecución: desde linchamientos a sentencias de muerte, prisión y trabajos forzados.

Las purgas, los asesinatos y sobre todo la expulsión y deportación de millones de personas produjeron un trastorno demográfico enorme en Europa Central y del Este. La práctica de deportar minorías nacionales no comenzó con la Segunda Guerra Mundial. La Primera Guerra Mundial, las revoluciones y guerras en Rusia y el intercambio de población greco-turca en 1923 constituyeron puntos vitales de referencia en las décadas anteriores. Pero la Segunda Guerra Mundial rompió todos los registros. Según el pionero estudio de Eugene M. Kulischer, unos 55 millones fueron desplazados por la fuerza en menos de una década, 30 millones como resultado de la invasión nazi y el resto como consecuencia de la derrota alemana. En los dos años posteriores al final de la guerra, 12,5 millones de refugiados y expulsados de los países del Este llegaron a Alemania.

La inmediata posguerra estuvo plagada de tensiones y contradicciones. El mercado negro y el crimen aumentaron. Muchas familias y las relaciones sociales habían sido destruidas. El trabajo escaseaba e integrar a soldados, refugiados y evacuados resultó muy difícil. Las desigualdades se manifestaron entre poblaciones nativas y refugiadas, ciudades hambrientas y el mundo rural, deportados, refugiados y quienes habían permanecido en sus casas. Con ciudades y vidas destruidas, estudiar en escuelas y universidades fue imposible para muchos y el reparto de bienes y servicios no llegaba. Bajo esas condiciones, en un escenario de división e inicio de la Guerra Fría, se produjo el último de los grandes éxodos de una empobrecida Europa, con dirección casi siempre a América.

Es evidente que el Plan Marshall estimuló, desde 1947 a 1956, el camino de la recuperación, sirvió a los intereses estratégicos de Estados Unidos como primera potencia mundial, a la vez que mejoró las vidas de muchos ciudadanos europeos. Desde finales de los años cincuenta Europa Occidental experimentó un largo período único de crecimiento, de oportunidades para los trabajadores, incluidas por primera vez las mujeres, en las fábricas, en la sociedad y en la educación. Los sindicatos alcanzaron su apogeo de influencia, a la vez que los conflictos de clases se difuminaban ante el avance del consumismo, los cambios de valores y la secularización. Millones de inmigrantes acudieron desde los países periféricos de Europa a los más industrializados. La descolonización ocasionó también un importante movimiento de población pobre a las antiguas metrópolis.

Las democracias que salieron de la victoria sobre el nazismo edificaron un sistema de inclusión social, de estado de bienestar, de mayor protección e igualdad, que, tras años de sufrimiento y sacrificio, se convirtió en el modelo inequívocamente europeo. Tras la catastrófica primera mitad del siglo XX, muchos intelectuales y políticos soñaron con recuperar “una benigna versión de la modernidad”, en palabras de Konrad H. Jarausch, que otorgara abundantes beneficios en vez de causar muertes y destrucción. Se trataba también de reducir los peligros de las versiones más extremas del nacionalismo, militarismo y autoritarismo.

Esas tendencias autoritarias y militaristas no desaparecieron del todo y permanecieron durante décadas en Portugal, España y Grecia, pero la transición desde la violencia brutal, el militarismo y los criminales de guerra a una era estable de constitucionalismo político hicieron comprender a muchos ciudadanos europeos que si los fascismos hubieran ganado, el curso posterior de la historia hubiera sido diferente. Las estructuras sociopolíticas que permitieron y estimularon la acción violenta como fenómeno central de Europa entre 1912 y 1945 desaparecieron. La distribución más justa de recursos, el acceso universal a la educación y la criminalización de la política de odio y exclusión funcionaron como antídotos de las utopías salvadoras y bloquearon la posibilidad de que los “hombres de la violencia”, los responsables de millones de muertes, ganaran posiciones dominantes de nuevo.

No fue fácil volver a la “normalidad” tras 1945 y tampoco lo será ahora en medio del océano de desgracias que está dejando el covid-19 en una buena parte del mundo. Pero esto no es una guerra con decenas de millones de muertos y violencia extrema. Y los caminos que se abrieron en algunos países occidentales deberían servir de guía: criminalización de la política de odio y exclusión, distribución más justa de recursos y Estado de bienestar. Si el odio, que se está sembrando, germina, y la Unión Europea no es capaz de reforzar los pilares en los que se basó su fundación, la democracia, ya frágil, será derribada. Son lecciones de la historia, para quien las quiera escuchar.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

Un nuevo eje autoritario requiere un frente progresista internacional

15 noviembre, 2018

Fuente: http://www.eldiario.es

Se está llevando a cabo una lucha global que traerá consecuencias importantísimas. Está en juego nada menos que el futuro del planeta, a nivel económico, social y medioambiental.

En un momento de enorme desigualdad de riqueza y de ingresos, cuando el 1% de la población posee más riqueza que el 99% restante, estamos siendo testigos del ascenso de un nuevo eje autoritario.

Si bien estos regímenes tienen algunas diferencias, comparten ciertas similitudes claves: son hostiles hacia las normas democráticas, se enfrentan a la prensa independiente, son intolerantes con las minorías étnicas y religiosas, y creen que el gobierno debería beneficiar sus propios intereses económicos. Estos líderes también están profundamente conectados a una red de oligarcas multimillonarios que ven el mundo como su juguete económico.

Los que creemos en la democracia, los que creemos que un gobierno debe rendirle cuentas a su pueblo, tenemos que comprender la magnitud de este desafío si de verdad queremos enfrentarnos a él.

A estas alturas, tiene que quedar claro que Donald Trump y el movimiento de derechas que lo respalda no es un fenómeno único de los Estados Unidos. En todo el mundo, en Europa, en Rusia, en Oriente Medio, en Asia y en otros sitios estamos viendo movimientos liderados por demagogos que explotan los miedos, los prejuicios y los reclamos de la gente para llegar al poder y aferrarse a él.

Esta tendencia desde luego no comenzó con Trump, pero no cabe duda de que los líderes autoritarios del mundo se han inspirado en el hecho de que el líder de la democracia más antigua y más poderosa parece encantado de destruir normas democráticas.

Hace tres años, quién hubiera imaginado que Estados Unidos se plantaría neutral ante un conflicto entre Canadá, nuestro vecino democrático y segundo socio comercial, y Arabia Saudí, una monarquía y estado clientelar que trata a sus mujeres como ciudadanas de tercera clase? También es difícil de imaginar que el gobierno de Netanyahu de Israel hubiera aprobado la reciente «ley de Nación Estado», que básicamente denomina como ciudadanos de segunda clase a los residentes de Israel no judíos, si Benjamin Netanyahu no supiera que tiene el respaldo de Trump.

Todo esto no es exactamente un secreto. Mientras Estados Unidos continúa alejándose cada vez más de sus aliados democráticos de toda la vida, el embajador de Estados Unidos en Alemania hace poco dejó en claro el apoyo del gobierno de Trump a los partidos de extrema derecha de Europa.

Además de la hostilidad de Trump hacia las instituciones democráticas, tenemos un presidente multimillonario que, de una forma sin precedentes, ha integrado descaradamente sus propios intereses económicos y los de sus socios a las políticas de gobierno.

Putin sostiene a Jimbelung, el koala protagonista de la cumbre del G20 en Australia / FOTO: Bestimages
Putin sostiene a Jimbelung, el koala protagonista de la cumbre del G20 en Australia / FOTO: Bestimages

Otros estados autoritarios están mucho más adelantados en este proceso cleptocrático. En Rusia, es imposible saber dónde acaban las decisiones de gobierno y dónde comienzan los intereses de Vladimir Putin y su círculo de oligarcas. Ellos operan como una unidad. De igual forma, en Arabia Saudí no existe un debate sobre la separación de intereses porque los recursos naturales del país, valorados en miles de billones de dólares, le pertenecen a la familia real saudita. En Hungría, el líder autoritario de extrema derecha, Viktor Orbán, es un aliado declarado de Putin. En China, el pequeño círculo liderado por Xi Jinping ha acumulado cada vez más poder, por un lado con una política interna que ataca las libertades políticas, y por otro con una política exterior que promueve una versión autoritaria del capitalismo.

Debemos comprender que estos autoritarios son parte de un frente común. Están en contacto entre ellos, comparten estrategias y, en algunos casos de movimientos de derecha europeos y estadounidenses, incluso comparten inversores. Por ejemplo, la familia Mercer, que financia a la tristemente famosa Cambridge Analytica, ha apoyado a Trump y a Breitbart News, que opera en Europa, Estados Unidos e Israel, para avanzar con la misma agenda anti-inmigrantes y anti-musulmana. El megadonante republicano Sheldon Adelson aporta generosamente a causas de derecha tanto en Estados Unidos como en Israel, promoviendo una agenda compartida de intolerancia y conservadurismo en ambos países.

Sin embargo, la verdad es que para oponernos de forma efectiva al autoritarismo de derecha, no podemos simplemente volver al fallido status quo de las últimas décadas. Hoy en Estados Unidos, y en muchos otros países del mundo, las personas trabajan cada vez más horas por sueldos estancados, y les preocupa que sus hijos tengan una calidad de vida peor que la ellos.

Nuestro deber es luchar por un futuro en el que las nuevas tecnologías y la innovación trabajen para beneficiar a todo el mundo, no solo a unos pocos. No es aceptable que el 1% de la población mundial posea la mitad de las riquezas del planeta, mientras el 70% de la población en edad trabajadora solo tiene el 2,7% de la riqueza global.

Los gobiernos del mundo deben unirse para acabar con la ridiculez de los ricos y las corporaciones multinacionales que acumulan casi 18 billones de euros en cuentas en paraísos fiscales para evitar pagar impuestos justos y luego les exigen a sus respectivos gobiernos que impongan una agenda de austeridad a las familias trabajadoras.

No es aceptable que la industria de los combustibles fósiles siga teniendo enormes ingresos mientras las emisiones de carbón destruyen el planeta en el que vivirán nuestros hijos y nietos.

No es aceptable que un puñado de gigantes corporaciones de medios de comunicación multinacionales, propiedad de pequeño grupo de multimillonarios, en gran parte controle el flujo de información del planeta.

No es aceptable que las políticas comerciales que benefician a las multinacionales y perjudican a la clase trabajadora de todo el mundo sean escritas en secreto. No es aceptable que, ya lejos de la Guerra Fría, los países del mundo gasten más de un billón de euros al año en armas de destrucción masiva, mientras millones de niños mueren de enfermedades fácilmente tratables.

Para poder luchar de forma efectiva contra el ascenso de este eje autoritario internacional, necesitamos un movimiento progresista internacional que se movilice tras la visión de una prosperidad compartida, de seguridad y dignidad para todos, que combata la gran desigualdad en el mundo, no sólo económica sino de poder político.

Este movimiento debe estar dispuesto a pensar de forma creativa y audaz sobre el mundo que queremos lograr. Mientras el eje autoritario está derribando el orden global posterior a la Segunda Guerra Mundial, ya que lo ven como una limitación a su acceso al poder y a la riqueza, no es suficiente que nosotros simplemente defendamos el orden que existe actualmente.

Debemos examinar honestamente cómo ese orden ha fracasado en cumplir muchas de sus promesas y cómo los autoritarios han explotado hábilmente esos fracasos para construir más apoyo para sus intereses. Debemos aprovechar la oportunidad para reconceptualizar un orden realmente progresista basado en la solidaridad, un orden que reconozca que cada persona del planeta es parte de la humanidad, que todos queremos que nuestros hijos crezcan sanos, que tengan educación, un trabajo decente, que beban agua limpia, respiren aire limpio y vivan en paz.

Nuestro deber es acercarnos a aquellos en cada rincón del mundo que comparten estos valores y que están luchando por un mundo mejor.

En una era de rebosante riqueza y tecnología, tenemos el potencial de generar una vida decente para todos. Nuestro deber es construir una humanidad común y hacer todo lo que podamos para oponernos a las fuerzas, ya sean de gobiernos o de corporaciones, que intentan dividirnos y ponernos unos contra otros. Sabemos que estas fuerzas trabajan unidas, sin fronteras. Nosotros debemos hacer lo mismo.

Le pedimos a Yanis Varoufakis que comente el artículo Bernie Sanders. Aquí está la respuesta:

Bernie Sanders tiene toda la razón. Los inversores hace tiempo que han formado una «hermandad» internacional para garantizarse rescates internacionales cuando sus pirámides de cartón se derrumban.

Hace poco, fanáticos de la derecha xenófoba también formaron su propia Internacional Nacionalista, llevando a que los pueblos orgullosos luchen entre sí y así ellos puedan controlar las riquezas y el poder político.

Ya es hora de que los demócratas de todo el mundo formen una Internacional Progresista, que luche por los intereses de la mayoría de cada continente, de cada país. Sanders también tiene razón cuando dice que la solución no es volver alstatus quo cuyo fracaso estrepitoso dio lugar al ascenso de la Internacional Nacionalista.

Nuestra Internacional Progresista debe llevar adelante una visión de prosperidad compartida y ecológica que podemos lograr gracias a la ingenio humano, siempre que la democracia le dé la oportunidad de desarrollarse.

Para eso, debemos hacer más por unirnos. Debemos formar un consejo común que escriba el borrador del New Deal Internacional, un nuevo acuerdo de Bretton Woods progresista.

Traducido por Lucía Balducci

A vueltas con el Holocausto y los usos interesados de la Historia

24 May, 2017

Fuente: http://www.internacional.elpais.com

No hay ningún tema tan debatido como las relaciones entre los judíos y los polacos durante la Segunda Guerra Mundial.

JULIÁN CASANOVA

22 ABR 2015 – 10:08 CEST

El campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, en Polonia.
El campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, en Polonia. KACPER PEMPEL REUTERS

Los historiadores lo han advertido y demostrado en diferentes ocasiones: en la amplia literatura sobre el Holocausto no hay ningún tema tan debatido –y tan sometido a falsedades y prejuicios raciales- como las relaciones entre los judíos y los polacos durante la Segunda Guerra Mundial.

Desde la disolución de las dinastías de los Habsburgo y Hohenzollern en 1918, las viejas élites y nuevas fuerzas sociales de Europa del este demostraron, con ideas y acciones, un enérgico antibolchevismo pero, sobre todo, instigadas por los partidos fascistas, un profundo y radical antisemitismo, puesto que asociaban a los judíos con todo lo que odiaban: el bolchevismo, el viejo orden y el dominio extranjero.

La crisis económica de los años 30 aumentó todos esos sentimientos, pero lo que causó un cataclismo en esos países fue el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Los hechos son bien conocidos. Hasta el inicio de la guerra en 1939, sólo unos cuantos centenares de judíos habían sido asesinados en Alemania, pese a que los nazis habían comenzado a acosar y perseguir con leyes y actos violentos a la población judía desde su llegada al poder en 1933. La matanza masiva empezó con los judíos que los alemanes capturaban en las zonas conquistadas de la Unión Soviética en el verano de 1941, y en menos de cuatro años la «solución final» segó las vidas de más de cinco millones de hombres, mujeres y niños, casi la mitad de ellos en Polonia. Los nazis causaron esa destrucción y la Segunda Guerra Mundial fue el escenario apropiado en el que se expandió esa brutalidad. Para que todo eso fuera posible, no obstante, tenía que haber mucha gente dispuesta a identificar a otros como sus enemigos o a considerar aceptable el exterminio.

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Si se dejan de lado las opiniones de esos que defienden que el Holocausto nunca tuvo lugar, o de quienes tratan de minimizarlo con comparaciones con otras manifestaciones de genocidio provocadas por los aliados, lo que los historiadores debatieron y sacaron a la luz en primer lugar fue quién decidió proceder con esa «solución final», cuándo y por qué se hizo así, y qué es lo que se perseguía con ella.

Lo más significativo de las dos últimas décadas, sin embargo, es que comenzaron a aparecer investigaciones, poco conocidas hasta entonces, sobre la colaboración de la policía, de las administraciones locales y de las poblaciones de otros países invadidos por el Ejército y las fuerzas de seguridad alemanes. Aunque el número de personas implicadas y la complejidad de sus motivos impedía cualquier explicación simple, lo que quedó al descubierto fue no sólo el círculo de responsables y altos cargos nazis que organizaban las deportaciones, desde Himmler a Eichmann, pasando por Heydrich, sino también la amplia red de informantes y delatores que vieron necesario ese castigo mortal, por no mencionar a los británicos y norteamericanos que, desde el otro lado de la historia, abandonaron a los judíos. Los judíos fueron asesinados por los nazis alemanes y los fascistas de Europa del este, no por toda la población, pero ya nadie podía negar la complicidad “popular” en muchos de esos países.

El problema se complica cuando a esa historia ya compleja y muy debatida entre auténticos especialistas, se suman las declaraciones de políticos o de gente como James Comey, el director del FBI, con sentencias fáciles y acusatorias, muy alejadas de los análisis y narraciones que interpretan aquellos acontecimientos, el “incomprensible” Holocausto, como lo definió Arno Mayer, a la luz de las fuentes disponibles.

Una buena parte de la clase política en Polonia y Hungría deforman aquella historia traumática para adaptarla a sus propios fines y justificar el presente. En el caso de Polonia, ya en 1990, un libro editado por Antony Polonsky, My Brother’s Keeper?: Recent Polish Debates on the Holocaust, levantó polvareda y protestas porque incluía polémicas entre intelectuales polacos y judíos polacos sobre el antisemitismo y sobre lo que muchos polacos hicieron o dejaron de hacer durante el período de eliminación sistemática de judíos.

En el caso de Hungría, el largo período de gobierno autoritario y ultranacionalista del almirante Miklós Horthy, mantenido sin demasiados problemas durante sus primeros veinte años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría en la Segunda Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi en abril de 1941. Horthy, mediante sucesivas “Leyes Judias”, en 1938, 1939 y 1941, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros de religión judía y hubo matanzas de judíos en el frente ruso protagonizadas por las SS, asistidas por tropas húngaras. Pero con la invasión nazi, en marzo de 1944, de las restricciones se pasó a la persecución abierta y se metió a Hungría de lleno en la solución final.

Viktor Orbán y la derecha húngara hace tiempo que están empeñados en demostrar que había una tradición conservadora, rota por dos ocupaciones extranjeras de Hungría, la nazi y la soviética, protagonizadas por dos ideologías totalitarias ajenas la verdadera historia del país. Solo así se explica el fracaso del liberalismo y de la democracia, la radicalización de la política, el patriotismo de Horthy, atrapada como quedó la nación, luchando por su independencia y soberanía, entre dos terribles y violentos superpoderes totalitarios. Y fue, por supuesto, un factor externo, la ocupación nazi, el que justifica la parte de la historia más complicada de explicar para los conservadores: la persecución de los judíos, iniciada ya con Horthy, y el desarrollo fatídico de los hechos que llevó a la conquista del poder de los fascistas húngaros de la Cruz Flechada en octubre de 1944.

Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas y manipuladas por medios de comunicación de diferente signo, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles.

El Holocausto es la cara más cruel de un siglo que conoció guerras, genocidios, violencias de Estado y revolucionaria sin precedentes. Pero ese siglo presenció también, gracias entre otras cosas al impacto del Holocausto, la creación de tribunales internacionales, la persecución de criminales de guerra, la formación de comisiones de la verdad. Y muchos hombres y mujeres, especialmente en los últimos años, protegidos por el paso del tiempo, necesitados de liberar sus terribles pesadillas, se han atrevido a contarlo, a documentar sus vidas, a la vez que contribuían a documentar la de todos, a denunciar la traición y cobardía de algunas de sus patrias y ciudadanías. Esa es la cara de la esperanza, la que invita a vigilar y cuidar la frágil democracia, a recordárselo a los responsables políticos, a perseguir la intolerancia, a extraer lecciones de la historia, a educar en la libertad.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.